Los paraguas de Cherburgo: estética cupcake


A ver, no os voy a mentir. Con la mentira no se llega a ninguna parte. Los paraguas de Cherburgo (1964)nunca estará en el top ten de nadie sensato y justo, ni siquiera en el mio. Pero pensando en el mar de estulticia que nos circunda, si no conocéis esta película de Jacques Demy, enhorabuena: acabáis de avistar una isla. Atracad  hora y media, poned ése tiempo entre corchetes, y descubriréis un universo cerrado, policromático y tarareable que ya era kitsch cuando se rodó y hoy defiende dignamente su extravagancia como lo haría un sombrero grande y aparatoso al que no supieras darle sitio... pero, ¿cómo tirarlo? ¡es tan mono! ¡nunca se sabe!
Se trata básicamente de un melodrama musical -cantado del primer al último renglón, y sin bailes- que sacó de detrás del mostrador de la tienda de paraguas a la joven, guapa, francesísima Catherine Deneuve para hacerla pasear con su novio por un pueblecito cubierto de fondant. Así, los objetos domésticos parecen toppings;  las paredes, cobertura de azúcar, y las melodías compuestas por el todopoderoso Michel Legrand en clave de jazz ligero y trotón, tan dulces que te pican las muelas, se van hilando en un diálogo interminable del patio interior al humilde saloncito, o del taller a la estación de ferrocarril.
El director tira de pantonera para teñir de rosa palo, turquesas y amarillo caramelo cada fotograma -con absolutamente todo lo que quepa dentro, puede comprobarse en el porrón de imágenes que adjunto-, y el espectador sencillamente no sabe dónde mirar: si al subtítulo, al damasco de la pared, el estampado de la blusa o a una cafetera audazmente combinada en verde. Fue tal el éxito que Demy repetiría tres años después con Las señoritas de Rochefort (pendiente de visionado, mi copia es terriblemente mala). Pero el encanto no durará mucho, así que apresúrense y busquen el negocio de madame Ennery antes de que lo traspase y acabe convertido en una tienda de lavadoras. No sé si me siguen.



 


 














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